Resentimiento

Somos miserables, no quepan dudas, pero ¿Dónde está nuestra miseria? Es un logro pavo verla a nuestro alrededor. El mundo está mal. Está lleno de pobres. Está lleno de boludos. Está lleno de discapacitados, enfermos. Está lleno de muertos. Verla en el otro siempre es fácil. Ni hablar cuando el otro presenta estigmas como su clase social, falta de normalidad, etc. Esta miseria se nos esconde y se presenta revestida por el resentimiento en nuestro discurso y argumentos, o se presenta como un disparo al que no encontramos explicación y del que queremos escapar apresuradamente. Sintéticamente podría dar dos ejemplos claros para ambas apariciones: la misoginia y el rechazo. El desprecio por la mujer que la sitúa escalones abajo en cuanto a derechos, capacidades, etc. está relacionado muy íntimamente con un resentimiento y una insatisfacción respecto a esta como objeto de deseo. Toda la argumentación que de la insatisfacción se desprende reviste la miseria personal que cada vez más se oculta. “La primavera y el verdor han humillado tanto mi corazón que he castigado en una flor la insolencia de la naturaleza”. Cuando la miseria hace una aparición demasiado clara como en el contraste entre la belleza y el yo, nos oscurecemos y nace la necesidad de destruir aquello que envidiamos ser. En el contacto con el otro y fundamentalmente en el rechazo o la indiferencia, la claridad de aquello a lo que tememos es la más fuerte, de hecho ahí solemos hacer nuestro primer paso hacia la miseria, desde nuestra reconstrucción del mundo a partir del rechazo, algo que habla más de nosotros que del otro. Es el primer paso porque la miseria no existe, sólo es resentimiento e ignorancia.

No hay nada más conservador y avejentante que el resentimiento. Detiene el fundamento de todo lo que pensamos, ciegamente, en el fantasma del rechazo. Vuelve seductores deseos enemistados con el reconocimiento como violar o matar, y los encuentra justificados solo por ser deseados, tirando hacia el contrario de la reflexión y la retrospectiva. Es muy notoria la prisa y la mala fe con la que se producen argumentos para el asentimiento a la prostitución, el terrorismo de Estado, la xenofobia, la homofobia, la moral de trabajo sin conciencia de clase, etc. Hay que desconfiar cuando los pensamientos y los discursos son tan acelerados y seguros.

Pensamos escapando. Contaminados por un dolor que no nos tomamos el tiempo de ver, vivimos con el fantasma, la representación de un hecho temido, la indiferencia, y así nos lanzamos al desprecio que vuelve irrevelable la miseria personal. Cada vez que nos chocamos con hechos que generan nuevas representaciones de esta como cuando nos clavan un “visto”, no nos invitan a algún encuentro, cuando vemos que otros se toman libertades que no tenemos, o satisfacen deseos que nos parece imposible satisfacer, o se burlan de nosotros respecto a nuestras imposibilidades y diferencias; ahí nace un resentimiento que puede ir contra uno o cualquiera.

Principalmente producimos resentimiento a partir de la libertad que vemos en el otro y no sentimos. El resentimiento es fealdad y la libertad, la condición necesaria de la belleza. No lo pensemos de una manera aristocratizante. Los negros del conurbano, los “choriplaneros”, como les llaman, o mejor dicho esa idea que se tiene, ese estereotipo de ser humano que mantiene un estado de ocio, se dedica a los vicios y a sus deseos más inmediatos, tiene hijos todo el tiempo, y de él no parece salir ningún escrúpulo al respecto; ellos son libres en un aspecto que el que se considera un trabajador, tanto un pobre diablo encerrado en una fábrica o un Mc Donalds, o un productor agrícola al que no le faltan oportunidades, ambos (y también el joven acomodado que no trabaja), muestran un repudio total hacia el negro conurbanense, y el repudio, aunque suene trillado, es envidia, es insatisfacción respecto a lo que uno mismo hace con su vida. El conurbano y las villas poseen belleza, no es un dato menor que los jóvenes de los countries jueguen a ser villeros o tomen en parte esa estética, comprándose motos, usando gorras con ese estilo, cagándose a trompadas como ellos, escuchando su música, etc.

Un chiquito de doce años en calle Corrientes camina por las escaleras del subte y la vereda. Pide monedas y amenaza con llamar a sus hermanos cuando no le dan. Cruza la calle y escupe autos, motos o colectivos. Dice guasadas a todas las mujeres que pasan. Es morocho, está sucio y tal vez drogado. El doctor Abel Albino nos diría que sólo es un problema de desnutrición, abuso de menores y drogas (sobre todo de sexo anal). Pero vamos realmente a lo chocante. Este mundo no está hecho para ese chico. Este mundo es bello y es muy distinto a él, que jamás podría imitarlo. Por eso lo escupe.

En la belleza vemos nuestra esclavitud. Su brillo es nuestra miseria y por eso deseamos castigarla.

Ramiro de Mendonça

La piel oscura

La piel oscurecida representa en el Cantar de Cantares una piel vergonzosa, que es excusada por la enamorada con el trabajo bajo el sol al que la obligaron. Y es eso en parte a lo que refiere la piel oscurecida y que también avergüenza: el trabajo, la falta de  virtud aristocrática. La blancura permanece en la pureza, hasta han habido teorías acerca de cómo la humanidad se volvió negra si Adán y Eva eran blancos, refiere a la inocencia, a la falta de corrupción, en síntesis, a lo ideal. En cambio, la piel curtida por el sol lleva en sí la salvajuria o por lo menos el ser algo de segunda. No sabría decir bien si se lo suele asociar con el mal, pero sí, a causa de su falta de virtud, con la ignorancia, el gusto por el placer inmediato, el pecado, la falta de reflexión, vergüenza, escrúpulos, o, para abreviarlo, con actitudes que solemos llamar “negradas”.

A la hora de dejarse llevar por un objeto de deseo, querer “hundir el yo en la carne extraña” dice Baudelaire, somos, obviamente, muy selectivos, nuestro dejarnos llevar no es absoluto porque en ese caso la voluptuosidad nos hundiría en la masturbación, la homosexualidad o la zoofilia, y quedaríamos abismados hasta morir. Entre nuestras elecciones, más allá de que haya oportunidad de elegir o no, la concepción que venía mencionando hasta hace poco suele condicionarnos en gran medida, sobre todo cuando nos pesa la baja autoestima, la falta de experiencia y la mediocridad de la clase media que suele creer estar más allá de donde puede estar. Y porque se trata de “hundir” el YO y no otra cosa, no hundirse enteramente, buscamos la virtud aristocrática en nuestros objetos de deseo, o sea, la pureza de las formas, mientras que la monstruosidad deseante sólo queda en nosotros.

Caemos entonces en la enorme contradicción de querer hundirnos desesperadamente…pero no tanto, porque somos muy selectivos. A ningún hombre o mujer feos les falta la experiencia de haber buscado el amor de alguien tan o más feo que ellos y que este los ignore como si se tratara de la gran cosa, esperando seguramente alguna clase de príncipe azul. Y la fealdad no es otra cosa que la miseria de las formas, un lugar donde no hay virtud que buscar porque todo ya está dicho en los cuerpos. La piel oscura entonces es víctima de una dicotomía y toma de ella la parte menos deseable, por lo menos a primera vista, está menos iluminada por las ideas del bien y la belleza que la piel blanca y los rasgos europeos.

Pero toda dicotomía es como un nudo, y los nudos se pueden desatar, aunque no tirando del hilo como lo creería un necio. Todo aquello que es víctima de rechazo es parte de lo que somos y no dejamos ser, aquello que invisibilizamos o le asignamos la falta de forma y determinación buena, la monstruosidad. Y, como ya vengo diciendo, esa monstruosidad es completamente nuestra y todo gusto caprichoso le cierra las puertas.

Y la cuestión es: si somos eso ¿Por qué no conocerlo, llevar el deseo hacia aquello que no tiene forma en nosotros, tal vez porque todavía no se la dimos? Los ideales de belleza nos dejan muy solitarios y xenófobos.

Bronce enloquecido llama Fijman al cuerpo de una paraguaya. Lo asocia al monte en su olor y a los naranjos. Yo he visto hasta el color de la plata en el reflejo de una luz de bajo consumo sobre una piel oscura. Es una piel que brilla distinto, que da curiosidad y ternura y pasión irrefrenable cuando ya estamos hartos de buscar el consuelo de nuestras miserias en la angelicalidad etnocentrista de una rubia o una colorada. La virgen María no tuvo porqué haber sido blanca y no tuvo porqué haber sido virgen, buscamos siempre nuestro reflejo en la idea ¿Porqué no abrir la imaginación, la única idea posible, volcarla en la materia y hacer del amor algo más que una dicotomía frustrante?

El hombre y la Esfinge

Rostro de mujer, cuerpo de león, alas, a veces senos de mujer también, en el caso de las esfinges egipcias el rostro era de un hombre (androesfinges según Heródoto), aunque para los egipcios no representaba lo que para los griegos, la suya era símbolo de realeza y vida después de la muerte, lo cual es bastante distinto de la esfinge demoníaca y femenina de los griegos. Esta otra era una devastadora de ciudades que solía cantar enigmas y estrangular a los que no los resolvían, destruía las cosechas, era hija de la horrible Quimera y de Ortro, perro de dos cabezas hermano de Cerbero (perro de Hades).

Que la razón vence a la bestialidad es una idea con la que elaboramos nuestros pensamientos cotidianamente, sobre los cuales somos los grandes reyes. En ellos todos nuestros enemigos son nuestros esclavos, todo el mundo es como uno plantea que debe ser, toda mujer está a nuestros pies. Los pensamientos son como un montón de sogas de lenguaje que forman una red o lazo que atrapa o quita libertad a cierta bestia que a la vez es el objeto de nuestro deseo. En algún sentido la ilusión con la que convivimos tanto viajando en el colectivo como cuando nos estamos levantando de la cama o por dormirnos sobre ella, nos ayuda a evadir la bestialidad a la que tanto tememos.

Edipo es el único que pudo resolver el enigma de la esfinge. Pero a su vez la resolución del enigma y la muerte o huida de la esfinge no son más que un postergamiento del abismo del que Edipo huye, porque luego se tendrá que enfrentar a las cosas de una manera peor (siendo desterrado del que sintió su lugar en el mundo y enterándose de que ya había ocurrido por su propia mano aquello de lo que escapaba a cometer). Pasolini le hace decir a la esfinge, enfrentándose a Edipo, “El abismo al que me mandas está dentro de ti”, en una escena bastante bizarra en la que ni siquiera se menciona el enigma, sino que con mayor fuerza se muestra la futilidad que tiene el resolverlo, y en la que él la vence y la hace desaparecer.

Según Aristófanes el Gramático éstos son el enigma cantado y la solución de Edipo según el mito:

“Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene sólo una voz, y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, aire o mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad de sus miembros es mucho más débil.”

“Escucha, aun cuando no quieras, Musa de mal agüero de los muertos, mi voz, que es el fin de tu locura. Te has referido al hombre, que cuando se arrastra por tierra, al principio, nace del vientre de la madre como indefenso cuadrúpedo y, al ser viejo, apoya su bastón como un tercer pie, cargando el cuello doblado por la vejez.”

El objeto en cuestión del enigma de la esfinge es el hombre ¿Pero a quién le alcanza con descifrar un juego de palabras que refiere a algo no definible más que con un estúpido nombre? Y, a pesar de que pregunta por un “cuál es” y no un “qué es” ¿Quién sos vos que cambiás tanto de aspecto con el tiempo a diferencia de los demás animales, que sos incapaz de encontrar una identidad tanto en el sentido de igualdad con vos mismo y permanencia como en el sentido de una respuesta definitiva a este “qué”? La pregunta sería “Cuál es el animal que no tiene identidad consigo mismo sino que todo intento de identidad termina en un abismo, ese que está dentro suyo”, así como decía la esfinge de Pasolini. Edipo no venció a nadie.

La seguridad masculina consiste en el encadenamiento de la bestia a nivel imaginario. Pasar el día pensando a la amada como poseída. Pero estos son sólo pensamientos que mantienen los miedos vivos y encerrados. Edipo mantiene a la bestia alejada y se vuelve el rey de la ciudad, hasta que en cierto momento otros males empiezan a azotarla. Y no olvidemos la reacción de Edipo ante el descubrimiento total de su propia tragedia: sacarse la vista.

Esa entrega hermosa, dócil y fiel que hace aparecer a la mujer como una niña es confundida o aprovechada por la imaginación masculina como una posesión, una excusa para encadenar el propio abismo ¿Quién puede resolver a una mujer o, mejor dicho, quién puede encadenar el deseo?

En este poema de Ramón Pérez de Ayala está la razón por la cual la respuesta a la pregunta es Nadie:

«Vivir no es sino amar.
Amar, tres cosas puede ser:
desear, poseer, recordar.
Pero, la posesión suele amargar, 
como el recuerdo suele entristecer.
Sintámonos vivir,
poniendo un poco lejos el placer,
aun cuando lo podamos conseguir.
Caminar al mañana. No al ayer.
Desear. Desear, hasta morir.»

Hay dos maneras de transformar el deseo en abismo: creer que falta todo y que todo lo que parece no faltar ya se perderá, o creer que no falta nada y no hay más nada que buscar. Dos polos que se pueden ilustrar con el soltero desesperado o con el marido aburrido, que no dejan de ser respuestas de un mismo personaje.

Repito: todo intento de identidad termina en el descubrimiento del abismo. Evidentemente no podemos reconocer identidad alguna más que con vanidad y caprichos tercos, el deseo es el devenir, el devenir el destino, y el que no va con el destino dicen que este lo arrastra consigo.

Se dice que la esfinge cantaba sus enigmas, fue llamada por Sófocles «Cruel cantora». Lo dulce del canto se mezcla con lo amargo del estrangulamiento y la duda que dejan sus enigmas. En cada representación de la bestialidad quedan huellas de su representación contraria, de otro modo no dejaría lugar al miedo, que se alimenta de la incompletitud de la representación. La dulzura de la entrega femenina siempre deja lugar al no querer perder, esa negra impotencia que nos sigue mientras corremos a besar la niñez y la salvación. El terror a la indiferencia de las garras de la esfinge ante nuestras necesidades afectivas mantiene detrás el recuerdo de la seguridad que nos da el poseer lo que amamos, el estar pegado a ello ignorando lo que hay más allá de las sábanas con las que nos tapamos hasta la frente. La esfinge es una combinación forzosa de bestias y de miedos que resulta no sólo indomable para el espíritu sino también seductor, porque no hay terror que no seduzca.

No hay manera de no haberse cruzado una niña o una esfinge, son representaciones inevitables. Lo que sí tal vez pueda lograrse es que estas no nos dejen llevar ni trastornen tanto nuestro desear, como propone Pérez de Ayala. Por otro lado está la esfinge egipcia que impone un respeto religioso un tanto leviatánico pero también un llamado al progreso. Sus esfinges tienen rostro de hombre, mejor dicho, de faraón, sus cuerpos felinos están sentados y miran hacia el este, en algunos jeroglíficos aparecen las esfinges pisando cabezas de hombres, o sea que también para ellos sirven como demostración de poder ante los otros. Tengamos en cuenta también las dimensiones de las esfinges egipcias, como la de Guiza, la de Alabastro, o en otros casos de pequeñas dimensiones pero en gran cantidad, como en el caso de la Avenida de las Esfinges o el Templo de Karnak, donde éstas tienen cabeza de carnero. Simbolizan realeza e inmortalidad, en este caso la bestialidad no está evadida y creo que tampoco domada, sino que se encuentra una especie de acuerdo entre el deseo del hombre y el deseo de la bestia, o sea, los mismos deseos, todo pasa a estar sublimado en algo nuevo, que es la creatividad, muy evidente en el exceso de edificaciones poco humildes que nos dejaron. Parecen representar estas esfinges un momento del hombre en el que el entusiasmo y los objetivos todos no se detienen por nada, miran al este, donde el sol sale, siempre nuevo, y no intentan comprender enigmas porque no tienen nada que atar, son aquello que antes temían.

Es verdad que poco queda para aquellos que son aplastados por sus garras o aquellos esclavos reventados que levantaron semejantes obras. Es difícil creer en una sociedad que mire toda hacia el este y en la que el trabajo sea dividido sin envidias, seguramente no era el caso de Egipto. Sólo queda pensar las cosas en el plano individual, se esté donde se esté parado en la sociedad: la única manera de ganarle al abismo es que este no tenga nada que comenzar a mirar dentro nuestro.

Ramiro de Mendonça